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19 de noviembre de 2012

El apocalipsis de AMM



En un artículo en El País de 9 de noviembre titulado Marca Cervantes y cuya lectura recomiendo antes de seguir leyendo aquí, el escritor Antonio Muñoz Molina se lamenta de la reducción presupuestaria del Instituto Cervantes y rompe lanzas por un “proyecto verdadero, amplio, sofisticado, generoso, que tenga en cuenta toda la variedad y toda la riqueza de ese ámbito que es casi el único en el que somos internacionalmente competitivos, nuestros idiomas y nuestras culturas” y prevéla ruina segura de todo lo que se ha ido ganando”.
Hasta aquí, todo perfecto. ¿Quién, con excepción de Cristóbal Montoro, podría estar en contra de un proyecto semejante y quién, en estos inclementes tiempos, no teme la ruina propia y ajena, sobre todo si es español, una persona, según AMM, con ese "instinto infalible para buscar la demolición de las cosas buenas"? Sin embargo, al leer y releer el artículo, me invadió una sensación un poco extraña. Pensé: sí, claro, más dinero lo queremos todos, pero ¿con qué argumentos? Y empecé a dudar de la visión que tiene AMM de la enseñanza de la lengua y la cultura. Lógicamente, la frase que más me llamó la atención, habiendo sido profesor de ELE durante cuatro décadas, fue la siguiente:

En un mundo tan propenso a la chapuza y el fraude como la enseñanza de idiomas, la calidad de la que imparte el Cervantes es un modelo de excelencia.

No tengo motivo alguno para dudar de la calidad didáctica de los cursos del IC y es indudable que sus publicaciones y actividades son de gran importancia, pero ¿en qué se podría estar basando AMM para hacer una afirmación tan temeraria? ¿Debemos suponer que en los escasos dos años que pasó en el Cervantes de Nueva York fue capaz de hacer una radiografía tan nítida de la enseñanza de idiomas? ¿Tenemos que entender que está hablando de la enseñanza de idiomas en general en el mundo, o solo en España, o solo del español como lengua extranjera en España o solo en el extranjero? Seguramente habrá chapuza y fraude en la enseñanza de idiomas, de la misma manera que la hay en el mundo de la banca, la política, el cultivo de lechugas orgánicas y, ¿por qué no?, la literatura. Cuando entro en una librería o cuando miro las listas de éxitos de venta, puedo afirmar con rotundidad que la mitad de los libros solo pueden caracterizarse como fraude y chapuza (excluyo enfáticamente los de AMM), pero de ahí a decir algo así me parece poco menos que un insulto sin fundamento (que también los hay fundamentados, me consta).
Rechazo también la gratuita sugerencia de que el Cervantes, al haber nacido en la época de euforia (lo de falsa está por ver, yo no me pongo en plan revisionista), fuera un producto de ella. Al parecer, AMM desconoce que la enseñanza del español arrancó en firme en los años ochenta y que ya en esa época hubo un montón de debates y sugerencias acerca de la necesidad de un instituto para difundir la lengua y la cultura (incluso hubo una especie de precursor del Cervantes, el Servicio de Difusión de la Lengua). Y los que vivíamos o éramos de fuera de España, también hicimos cosas, no me parece vanidad afirmarlo.
Otra cosa que no entiendo es lo del nacimiento tardío. Claro, los otros institutos tienen 60 o 70 o más años de historia, pero ¿qué es lo que quiere AMM? ¿Que el Instituto Cervantes hubiera nacido en, digamos, 1962, para que los extranjeros hubiéramos aprendido cómo se dice en español contubernio o para que Fraga hubiera sido nombrado director? Bien mirado, el Cervantes no pudo nacer antes de la época de la euforia: ni la situación política ni la económica ni la didáctica lo hubieran permitido. Sin euforia, nadie se embarca en semejante proyecto.
Hay una cosa que realmente me indignó en el artículo de AMM: es cuando habla de las prebendas de los diplomáticos, como la vivienda gratuita. En una época en que miles de personas son desahuciadas, ¿nos viene a hablar de vivienda gratuita?
AMM pregunta también qué sentido tiene que exista el Cervantes sin difusión cultural. Contestémosle claramente: la lengua se enseña junto con la cultura. Puede ser que no regalemos rosas, pero tampoco organizaremos la lectura en voz alta del Quijote, una actividad que me ha parecido siempre una soberana estupidez, solo comparable con la celebración de un botellón o Halloween: todo el mundo lo celebra pero nadie sabe por qué.
Finalmente, con el firme propósito de terminar esta entrada de manera positiva, aporto una solución sencilla para el problema del presupuesto del Cervantes. Le faltan veinte millones. ¿En cuántos países se habla español? Pues bien, si cada país aporta un millón, el problema está solucionado. En estas naciones, el dinero sobra. Por ejemplo: no lo sabrá mucha gente fuera de Colombia, pero el concejo de Bogotá planea comprar carros para cada uno de sus 45 concejales. Costo: unos dos millones y medio de euros. Con la mitad, una sola ciudad de un solo país puede contribuir a aliviar los problemas financieros del Cervantes.
Y de paso, le hacemos un favor a Rajoy que, el otro día en Cádiz, pidió más Iberoamérica en España. Pues hala, ya está arreglado.

25 de marzo de 2012

La hermana pródiga (Capítulo 1)


Quiero aprovechar este blog para ofrecerles el primer capítulo de mi novela La hermana pródiga. Está disponible en Amazon como libro de bolsillo en la modalidad de impresión bajo demanda y en Amazon Kindle como e-book. Los enlaces a la derecha del texto te llevarán directamente a la tienda de Amazon. El libro está disponible también en Amazon de España, Francia, Alemania y Reino Unido.
Este es un breve resumen del contenido de la novela.  
Marilú Moreno, locutora de radio y escritora de cómics, nació en Amberes pero vive en Bogotá. Una mujer aparentemente enferma de origen belga residente en Bogotá le pide que vaya a Bélgica a buscar a su hermana de quien no tiene noticias desde hace muchos años. A partir de ahí, las cosas se complican y nada ni nadie es quien aparenta ser. Marilú intentará desenmarañar el misterio, ayudada por su nueva amante Sara, hasta que los acontecimientos le ganan la partida y ella se verá obligada a ceder ante la violencia.

E
ran las cinco y veinte de una fría tarde de viernes de finales de septiembre cuando me disponía a salir del edificio de Radio 93, ubicado en el segundo y tercer piso de un edificio recién renovado del barrio del Chicó. En ese preciso momento empezó a caer el tercer aguacero del día. Mientras me iba poniendo la chaqueta y sacaba la sombrilla del bolso, recordé lo que Nancy Patricia, nuestra invitada al programa, había contado: su inaudita y sensacional versión del asesinato hasta ahora sin solucionar de su esposo, hace cinco años, que sin duda alguna iba a llevar a la cárcel al verdadero culpable, un político de medio pelo, a no ser que consiguiera escapar a Panamá, morir en una escaramuza con la policía o desaparecer en los llanos de Vichada de donde había salido en mala hora. Tras meses de investigación y entrevistas habíamos logrado sacar a luz la verdad sobre un caso que en su momento despertó mucho interés y que, como siempre, cayó en el olvido característico de los medios de comunicación en cuanto se presentó otro asesinato, o sea, al día siguiente.
Me despedí de Paola, la recepcionista de la emisora, desplegué la sombrilla y caminé rápido en dirección a la carrera 11, la crucé esquivando charcos, carros, taxis y busetas y unas cuadras más adelante giré a la izquierda. Al entrar en mi cafetería habitual del Parque de la 93, cerré la sombrilla y busqué una mesita que estuviera lo más alejada posible de la puerta por donde, con cada cliente, entraba una corriente de aire frío y húmedo.
-Buenas tardes, doña Marilú. Chévere su programa de hoy -me saludó Jonathan, el mesero de siempre. La inestabilidad laboral del país parecía haber pasado de puntillas por esta cafetería donde, desde cuando empecé a frecuentarla, hacía ya varios años, seguían atendiendo los mismos meseros. En la cocina de la cafetería solían sintonizar Radio 93 y escuchar mi programa, aunque se perdían una mayor o menor parte del mismo según el número de clientes que hubiera a esa hora.
            -¿Cómo le va, Jonathan? -contesté-. Mire, hágame un favor y tráigame un capuchino bien fuerte y también alguna cosita dulce. Lo que sea, siempre que sea de hoy.
            Comer algo dulce, al final de la tarde, es una debilidad que me puedo permitir, no sé ni me interesa hasta cuándo, gracias a una constitución robusta aunque bastante delgada para una mujer como yo, de treinta y ocho años, un metro 76, sesenta y seis kilos y una dentadura a prueba de fuego. Jonathan se dirigió a la barra y, en ese momento, apareció una señora de edad avanzada, con un sombrero anticuado chorreando agua y un abrigo negro igualmente empapado. Venía casi sin aliento.
            -¿Señora Moreno? Disculpe, ¿le puedo importunar un momento? Usted no me conoce pero yo a usted sí, siempre escucho su programa. ¿Puedo sentarme un momento?
            -¿Cómo me ha reconocido? -le contesté, sin poder reprimir mi irritación por la interrupción de mi mejor momento del día. Odio no poder estar tranquila cuando más lo necesito o simplemente cuando me lo propongo-. Tengo un programa de radio. ¿Me parezco a mi voz?
            Sin embargo, la falta de permiso explícito para sentarse no pareció inquietar a la mujer, si es que se hubiera dado cuenta. Se sentó sin quitarse el sombrero ni el abrigo.
            -Puede que usted no lo recuerde, pero dos años atrás salió una foto suya en la prensa. Fue cuando se inauguraron las nuevas instalaciones de la emisora. Ese mismo día yo la vi entrar en el edificio y desde entonces la veo entrar y salir a menudo. Lunes, miércoles y viernes.
            -¿Me acecha o es que vive usted enfrente?
            -Me agrada su forma de hacer preguntas -contestó la mujer-, creo que es una de las cosas que convierten su programa en el mejor de su tipo. Efectivamente, vivo en un apartamento enfrente de la emisora. Mi nombre es Antoinette de Larrañaga.
            Por encima de la mesita, me tendió una mano fría y huesuda.
            -Marilú Moreno - contesté, con el firme propósito de sonar tan fría como la mano de mi interlocutora-, pero no le estoy contando nada nuevo. ¿Qué se le ofrece?
            -Señora Moreno, no voy a abusar de su tiempo. Al menos, hoy no. Necesito hablar con usted sobre un asunto importante. ¿Tendría usted tiempo mañana a mediodía? La invito a almorzar. Vivo en el apartamento 303 del edificio Alhambra, justo enfrente del estudio.
            -¿Mañana?
            -La espero a la una. ¿Sí? Hasta mañana, entonces, señora Moreno.
            Se levantó y con una velocidad que no me pareció del todo acorde con su aspecto, ganó la puerta y salió como si afuera no estuviera diluviando.    
            El mesero me trajo el capuchino y un brownie con helado. Después de comerme la mitad, sin saber muy bien qué pensar de la invitación, marqué el número de Alicia Rangel, mi amiga y colega en la emisora, que suele aportar una parte importante de las historias que se cuentan en el programa. De vez en cuando, lo presenta también. Le puse al tanto de lo que me acababa de pasar.
            -Todo esto me suena como extremadamente weird -dijo Alicia que, entre otras cosas, ha estudiado producción de multimedia en Estados Unidos y tiene a la mayor parte de su familia repartida por Florida y Tejas-. Para empezar, ¿quién se llama Antoinette hoy en día? Yo creía que a la última la habían decapitado hace más de dos siglos. Y fíjate, Marilú, por ejemplo, en lo siguiente. Piensa un momento: ¿tú que acabas de hacer?
            A Alicia le encanta hacer ese tipo de preguntas intrigantes. Aunque a mí, a veces, me saca de quicio, en el programa le suele dar buenos resultados.
            -¿A qué te refieres?
            -Me acabas de llamar al celular porque querías hablar conmigo. Entonces, ¿por qué esta mujer no te ha llamado a tu celular?
            -Porque no tenía mi número. Casi nadie lo tiene. Y no vengo en el directorio porque no tengo línea fija.
            -Claro, con las veces que cambias de apartamento, una línea fija sería un oxímoron. Pero el número de teléfono de la emisora viene en el directorio.
            -Puede ser que me haya llamado pero que yo ya hubiera salido o que estuviera ocupada.
            -Puede ser. Posiblemente. Pero, en ese caso, quiero decir, si no quería o no podía llamar, ¿por qué no te esperó en la puerta de la emisora? Me has dicho que vive justo enfrente. De su casa a la entrada de la emisora, ¿cuántos metros hay? No más de veinticinco. También podría haber dejado una nota en la recepción: señora Moreno, llámeme a tal número, que necesito hablar con usted. Pero no, te busca en una cafetería a cuatro o cinco cuadras de la emisora y encima con este tiempo tan horrible.
            -Ali, tú tienes un fenomenal talento para ver problemas donde no los hay.
            -Es uno de los muchos que tengo, como bien sabes, pero es que tú no te enteras de nada, honey. ¿A quién se le ocurre caminar cuatro cuadras bajo este diluvio para invitar a almorzar a una presentadora de programas de radio?
            -Alicia, la que se pasa el día en la calle para buscar historias eres tú, ¿no es así? Aquí se nos acaba de presentar una y además gratis, al menos de momento. Quién sabe si hay alguna cosa interesante que podamos utilizar.
            -De todas formas, ten cuidado. Ten mucho cuidado. Podría ser una trampa, digo yo.
            -¿Cómo que una trampa?
            -Sí, para secuestrarte, por ejemplo.
            -Secuestrarme. ¿Para qué? ¿Para pedir un rescate? ¿Y qué rescate iban a pedir? Soy más pobre que las ratas.
            -Eso es mentira y tú lo sabes y las ratas también. Pero incluso en el caso de que fuera verdad, sería peor. Si no puedes pagar, te pegarán un tiro enseguida. No sabes cómo están los tiempos.
            -Alicia, por favor. ¿Sabes qué? Si realmente estás tan preocupada, mañana al mediodía te parqueas enfrente del edificio Alhambra para vigilar y procurar que no me secuestren ni me maten.
            -La verdad es que no es mala idea. Solo espero que el edificio no tenga salida por detrás. Hagamos una cosa. Cuando salgas de tu almuerzo, nos vemos en la cafetería de la emisora. De todas maneras, tengo una historia entre manos que necesitamos comentar.
            -¿Me puedes adelantar algo?
            -Aún no, precisamente ahora estoy a punto de ir a Chía para hablar con una fuente. Mañana te cuento. De todas formas, creo que va a ser una bomba. Lo que se dice un escupe.
            Colgué y disfruté del último bocado de mi brownie con helado derretido. Como ya había terminado de llover, pagué y salí. A pesar del frío que estaba haciendo, decidí caminar los veinticinco o treinta minutos hasta mi apartamento. Hice escala en mi tienda de discos favorita para comprar un CD recién publicado con los conciertos tercero y cuarto para piano de Serguéi Rajmáninov, tocados por Leiv Ove Andsnes. Compré también Afrocubism de Elíades Ochoa y un grupo de músicos malienses. Mis gustos musicales no vienen determinados por ninguna influencia familiar ni tampoco por una educación musical que nunca he tenido, al menos no de manera formal, sino por mi instintivo rechazo al facilismo repetitivo de algunas músicas populares o el comercialismo de la música pop; prefiero explorar derroteros desconocidos. Tan desconocidos que los empleados de la tienda nunca saben qué vengo a buscar a pesar de ser cliente habitual desde hace años. Cuando más aprendí de música del mundo, mejor dicho, cuando empecé a aprender fue cuando tuve mi primera amante, hace ya casi veinte años, que, a pesar de ser una laboriosa administradora de empresas, se distinguía por unos conocimientos musicales exquisitos y cuya discoteca de por lo menos ochocientos CD superaba ampliamente el volumen de su ternura.
Al llegar a la casa, me preparé una cena ligera de yogurt, galletas con queso y fruta y me puse a trabajar en una de las múltiples ideas que tenía entre manos para una nueva serie de novelas gráficas para adultos que deberían presentar biografías noveladas de mujeres históricas injustamente olvidadas en la historia de América Latina, alejadas de la nauseabunda retórica nacionalista y machista que sigue imperando en las respectivas historiografías nacionales.
Había descubierto, a la edad de ocho o nueve años, que no dibujaba mal (aunque tampoco muy bien) pero, sobre todo, que no me costaba inventarme historias que gustasen a mis compañeros de clase. También era capaz de simular con bastante convicción las voces de algunos de mis personajes. Pero, en esa época, me limité a leer mis historias en reuniones con amigos y compañeros de clase. Mucho después y en circunstancias bien distintas, alguien me sugirió que utilizara mi talento para vender mis historias. Me puso en contacto con una editorial y para mi asombro, me compraron la idea. Me pagaron poco y casi un año más tarde, cuando la novela gráfica por fin salió al mercado, me di cuenta de que incluso lo poco que me habían pagado era mucho porque de la idea original no había sobrevivido ni la vigésima parte. A partir de ese momento, he vendido mis ideas únicamente bajo la condición de que yo misma pudiera escribir los guiones.
            A las nueve y media sonó mi celular. En la pantalla, solo apareció un número que no reconocí. Eso significaba que la persona que llamaba era, probablemente, una conocida pero no de mi círculo íntimo ya que no estaba en la lista de contactos.
            -Aló.
            -¿Marilú?
            Gracias a mi casi infalible memoria auditiva, reconocí la voz de la muchacha, estudiante de historia, a quien había conocido la semana anterior en un bar cuyo nombre se me escapaba en ese momento aunque eso era lo de menos ya que la mayoría de los bares cambian de nombre cada semana y ya no se llamaría como se llamaba hacía ocho días.
-Qué hubo, Gineth.
-Cómo te ha ido, qué me cuentas.
            Esa noche la habíamos pasado juntas pero, a la mañana siguiente, por razones que ninguna de las dos habríamos sido capaces de explicar, no nos habíamos tomado la molestia de intercambiar los números de celular. Quizás fuera pereza, por mi parte, no lo sé muy bien. Quizás la contagiosa costumbre de dejar que el tiempo decida por uno y ponga las cosas en el lugar que ni siquiera sabíamos que existía.
            -¿Cómo conseguiste mi número?
            -Me lo dieron aquí.
            -¿Dónde es aquí?
            -Aquí, en Leo´s.
            ¿Leo´s? Allá solo la relaciones públicas tenía mi número.
            -Me preguntaba que si te apetecía pasar un rato por acá.
            A juzgar por el ruido de fondo, el ambiente en el que se encontraba Gineth ya estaba bastante caldeado.
            -Estoy trabajando. Dejémoslo para otro día.
            -Listo, OK. Otro día.
            -Chao.
            -Chao.
            A los cinco minutos, le devolví la llamada.
            -Aló.
            -¿Me perdonas? -le dije-. He estado antipática.
            -Yo también. ¿Por qué será?
            -¿Es una pregunta o un autorreproche?
            -Ni idea. ¿Cuándo nos vemos?
            -Estoy muy afanada, en serio, dentro de una semana quiero entregar la sinopsis de una serie de novelas gráficas. En cuanto me desocupe, te llamo.
            -No olvides que me gustas.
            -Prometo llamarte. Chao.
            Puse los CD nuevos en el minicomponente, prendí el computador y trabajé hasta la una de la madrugada.